En Ahigal, cuando el viento se arremolina y levanta el polvo de los caminos, los mayores se pornuncian: “Ahí va una bruja volando”. Porque así las llamaban —brujas— a esos remolinos caprichosos que, según la tradición, provocaban las hechiceras para coger impulso y alzar el vuelo hacia sus reuniones secretas.
Cuentan que una bruja de Cerezo y otra de Palomero se encontraron una noche y, antes de llegar andando al aquelarre, un torbellino las levantó del suelo y las llevó hasta la prensa de tía Quica, donde cayeron de bruces. Allí las esperaba tía María la Bizca, la bruja del Ahigal, que lo primero que les enseñó fue cómo aterrizar sin hacerse daño “en la zona del cagalar”.
Pero los vientos no siempre eran inofensivos. Si una bruja tenía mala querencia, podía desatar el torbellino contra quien le hubiera hecho daño. Por eso, cuando los campesinos veían girar el aire, recitaban con fe:
Detente tú,
que puede más la cruz
de Nuestro Señor Jesús.
Una tarde de baile en la plaza, cuentan, el aire se volvió loco. Las mujeres se agarraron las sayas, los hombres alzaron las cruces… y, de repente, el remolino se deshizo dejando caer del cielo a tres viejas enlutadas. Eran las brujas de Ahigal, vencidas por los rezos del pueblo.
Aún hoy, cuando el aire se levanta y el polvo danza en los caminos, hay quien mira al cielo con respeto y una sonrisa. Porque en el norte cacereño, el viento todavía guarda secretos de brujas y leyendas.