En Cheles, durante generaciones, el miedo tenía nombre propio: la Santa Compaña. La simple sospecha de que la procesión de almas pudiera aparecer bastaba para que los vecinos cerraran puertas y ventanas a toda prisa ante una muerte inminente. Nadie quería cruzarse con esa comitiva silenciosa que, según la tradición, acudía a buscar el alma del futuro difunto. Los perros aullaban sin control y los gatos desaparecían como si presintieran el peligro.
La escena, transmitida de abuelos a nietos, se repite en relatos que mezclan fe, superstición y una buena dosis de terror Evitar la Santa Compaña se convirtió en una cuestión de supervivencia. Ocultarse o salir en dirección contraria es la mejor defensa para evitar a la procesión de espectros, pero si el encuentro es inminente queda aún alguna posibilidad. Las instrucciones son claras si se trata de salvar la vida y evitar convertirse en el próximo penitente. Hay que arrojarse al suelo; coger dos piedras, extender los brazos en cruz y, lo más importante: trazar un círculo en el suelo y no salir de él. Ese límite marca la frontera entre la vida y el abismo. Además es recomendable evitar interactuar o interponerse en su camino.
La advertencia es tan contundente como estremecedora: quien interfiere en la marcha de la Santa Compaña morirá pronto y pasará a engrosar sus filas.
Ese destino, narrado con absoluta seriedad en la tradición oral, mantuvo durante décadas un respeto casi religioso hacia la procesión espectral. No importaba la hora ni el lugar; si alguien susurraba que la Compaña rondaba los caminos, el pueblo entero reducía su mundo a una única idea: evitarla a toda costa.